Una ciudad alemana se está viendo atemorizada por un psicópata asesino de niñas. Pese al enorme despliegue llevado a cabo, la policía aún no ha conseguido encontrar ninguna pista que le conduzca al criminal. Por su parte, los líderes de las bandas de delincuentes, hartos de las sistemáticas y cada vez más frecuentes redadas policiales que están perjudicando sus negocios, deciden aunar fuerzas y atrapar por su cuenta al culpable de los truculentos asesinatos.
Escalofriante thriller psicológico del maestro Lang, que firma aquí su primera película sonora y una de las más tempranas obras maestras del cine postsilente. Este filme, junto con Asfalto (Asphalt, 1929) de Joe May, sienta las bases del subgénero de psycho-killers, por lo que su importancia y ulterior influencia resultan indiscutibles.
El mayor interés de M, amén de su extraordinaria riqueza técnica, radica en el retrato doble que realiza: uno individual, el de una mente enferma incapaz de oponer resistencia a sus pulsiones sexuales y criminales (impresionante y sobrecogedora interpretación de Peter Lorre); y otro colectivo, el de una sociedad corroída que no duda en hacer uso de la violencia, aunque ello suponga poner en peligro la legalidad y el estado de derecho (la Alemania previa a la ascensión del ogro nazi). No deja de ser curioso que Lang, en la ya mítica secuencia del “juicio” final, presente al verdugo como si se tratase de una víctima (en verdad lo es), y a las supuestas víctimas como si fuesen los verdugos. Este cambio de roles evidencia que el cineasta ya intuía lo que poco después iba a suceder en su país, cuando en las elecciones parlamentarias de julio de 1932, el partido nazi se convertiría en la primera fuerza política de Alemania al obtener casi catorce millones de votos.
El autor de Furia, filma el relato con precisión y milimétrico gusto por los detalles, acercándose por momentos a la crónica documental (la exposición de las investigaciones policiales, que incluyen análisis grafológicos y de huellas dactilares) y utilizando con maestría las nuevas posibilidades que ofrecía el sonoro (la utilización de un fragmento silbado de Peer Gynt de Edvard Grieg como leitmotiv que identifica al asesino).
Además de la ya mencionada secuencia final, me gustaría resaltar otras dos (podrían ser más), que tienen en común el uso del montaje en paralelo: la que abre la película, en la que la frialdad del psicópata a la hora de engatusar con golosinas a una niña contrasta con la progresiva preocupación de la madre de ésta que la espera en casa mientras le prepara la comida; y aquella otra, muchas veces citada, donde Lang equipara a policías y delincuentes, al mostrar de forma paralela las reuniones de unos y otros, con el objetivo de dar solución a un problema que preocupa, por razones bien diferentes, a ambos bandos.
Como supongo que casi todos ustedes habrán visto el filme (de lo contrario dejen de leer y pónganse a ello), me limito a recordarles que siempre es una buena ocasión para revisar clásicos de esta envergadura. Imprescindible.
Ricardo Pérez Quiñones.
Esculpiendo el tiempo.